Viajero en casa

A veces me gustaría ser viajero en mi propia ciudad. No un turista que mira, fotografía y se va, sin detenerse a pensar en aquello que captura con su cámara, sino un viajero que no tiene prisa porque sabe que lo verdaderamente importante es el viaje; más aún, las derivas del viaje, esos caminos nuevos e inesperados que salen a su encuentro en cada esquina. Sí, me gustaría ser un viajero en mi ciudad para poder observar el paisaje cotidiano con otros ojos, con los ojos del visitante que se deja seducir ante lo desconocido, que a cada paso encuentra un motivo para sorprenderse. Si fuese viajero en Gijón me perdería por las callejuelas del casco antiguo de la ciudad, por esa trama tortuosa que parece recostada sobre las curvas de nivel del terreno para terminar precipitándose al mar, bien a levante, sobre las rubias arenas de San Lorenzo, bien a poniente, en el puerto local. Me asombraría de la monumentalidad de los viejos palacios barrocos, símbolos del poder y riqueza de otras épocas, que muestran orgullosos en sus fachadas los honores heráldicos de sus titulares, apellidos tan gastados como los sillares de arenisca o caliza sobre los que alzan sus monumentales fachadas, jirones de historia grabados sobre la piedra que nos recuerdan que todo tiene un principio y un fin. Disfrutaría del nordeste entumeciéndome las mejillas al paso por las empinadas cuestas del cerro de Santa Catalina, mientras las diminutas embarcaciones, probablemente ocupadas en la pesca del calamar,  se aparecen  como motas de color suspendidas del horizonte, como títeres movidos por una mano invisible que los agita al compás de las olas. Me embriagaría con el calor de sus gentes, personas amables, bulliciosas y socarronas, que hacen de la calle una extensión natural de sus casas y de sus vidas. Entraría en sus chigres y tabernas a degustar lo mejor de la cocina gijonesa, siempre apegada a la huerta y el mar. Me sentaría en el Campu les Monjes, imaginándome el trajín de las mujeres a la entrada y salida de la fábrica de Tabacos, ese sobrio cenobio de aire renacentista que la política liberal de Mendizabal arrebató a las Agustinas Recoletas para entregárselo a Cimavilla y a las mujeres, que serán su verdadero aliento (y el del propio barrio) durante más de 150 años.

Si fuese viajero en Gijón me sentaría en la Cuesta del Cholo a contemplar como se muere la tarde de verano dejándome encandilar por la algarabía de la vida que vocea su juventud al tiempo que da buena cuenta de unas botellas de sidra o de unas cervezas. Pensaría en quién sería el cholo, el mestizo que hizo que en el acervo popular arraigase esa voz procedente de Perú, cholo, abandonándose para siempre la tradicional denominación Canto de la Riba que tenía el lugar. Quizás nunca hubo ningún cholo y todo fuese fruto de una broma; una más, urdida por el ingenio de los marineros playos para martirizar a algún infeliz vecino. Quizás al viejo y sabio cronista le fallase el olfato, y el topónimo no derivase de una voz importada de las américas como figón o chigre, sino algo tan cercano como el diminutivo asturiano de Manuel. Es posible que en mi ensoñación pensase también en los viejos marineros del barrio, de los que quedan pocos ya, hombres envejecidos por el duro trabajo, curtidos por el agua salobre, el nordeste y el sol, duros como las rocas que sustentan L´Atalaya y aferrados a su barrio como los muertos al camposanto. Hace mucho tiempo que los chiquillos no recorren las casas reclutando, por mandado del patrón, brazos para salir a la mar. Hace mucho tiempo ya que las mujeres del barrio no venden “muyerines ni hombrinos” a voz en grito, con la caja de pescado en la cabeza. Hace mucho tiempo ya que en el muelle no hay barcos de Cimavilla.

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