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José Saramago

La reciente celebración del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, en el que se dedicó un sentido y merecido homenaje al finado novel de literatura José Saramago, me ha traído a la memoria un cúmulo de recuerdos entre los que se entreveran amigos deseosos de compartir sus descubrimientos literarios, horas felices de lectura, afán por descubrir nuevos caminos, anhelos e ilusiones de juventud, todos ellos enhebrados a través de las memorables páginas de Saramago.

Recuerdo perfectamente que fue don Miguel, mi profesor de literatura en el colegio,  quien dejó en mis manos de maestro en ciernes el primer libro del lúcido y comprometido novel portugués, El evangelio según Jesucristo. Recuerdo vivamente el impacto emocional que me causó su lectura y el efecto inmediato de proselitismo. Saramago pasaba a ser un referente literario que despertaba conciencias. Con El memorial del convento descubrí la imaginación desbordante y la fina y descreída ironía con la que Saramago era capaz de rematar páginas y páginas de fatigosa lectura. Todavía me sonrío al recordar el asombro que le causó al diablo las penurias que el rey de Portugal Joao V estaba causando a sus súbditos para cumplir la promesa de levantar un convento en Mafra si la reina le daba un heredero: “sobre un vallado sentado, muy cómo, asiste el diablo al espectáculo, pasmado de su propia inocencia y misericordia por no haber imaginado jamás suplicio como éste para la coronación de los castigos de su infierno”.

Con Saramago, el tejedor de historias increíbles y al tiempo tremendamente cercanas, inicié mis pasos en Portugal, callejeando con Ricardo Reis por la Baixa, por el Chiado, por el Barrio Alto lisboeta, y acudiendo al encuentro de Fernando Pessoa, que nos regaló sentencias memorables como ésta: “…pero la soledad no es vivir solo, la soledad es no ser capaz de hacer compañía a nadie o a algo que está en nosotros…”. También  hermosas imágenes que describían los convulsos años treinta, “llueve fuera, en el vasto mundo…”. Una inmejorable compañía para iniciarse en el conocimiento de la antigua y señorial Lisboa.

Vista de Graça (fotografía Jesús Álvarez)

El descubrimiento del Saramago más próximo, más cercano a nuestra sensibilidad de geógrafo se produjo con el Viaje a Portugal, un libro hermoso y deslumbrante que trasciende de los relatos al uso de viajes, presentados a modo de guías para turistas. No resulta extraño, Saramago se consideró siempre un viajero y no un turista, “viajar es descubrir, el resto es simplemente encontrar”. En las páginas del Viaje a Portugal, José Saramago se hace geógrafo en las sutiles descripciones que hace de los paisajes y de los tipos con los que se encuentra y en la renuncia explícita a transitar por los caminos principales para prestar atención a los espacios (urbanos y rurales) aparentemente marginales. Aquí es donde verdaderamente el autor hace un relato geográfico que se prolonga en su compromiso personal con los humildes y desposeídos. Recordando este libro me vino a la mente una cita anotada hace años en un cuaderno de trabajo: “nunca he estado en Lisboa pero sé que el día en que pise sus calles no sentiré el desarraigo del forastero, porque llevo una Lisboa imaginaria, acaso más real que la que junto al Atlántico me aguarda” (Manuel Rico).

Considero que hay muchas formas de hacer Geografía y modos distintos de acercarse a ella. La buena literatura, como la de José Saramago, es una inmejorable. Otros significados geógrafos y maestros de geógrafos como Nicolás Ortega Cantero, Antonio López Ontiveros o Eduardo Martínez de Pisón lo pusieron de manifiesto antes.

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