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El puerto de El Musel, estación final

Desde sus mismos orígenes, el puerto de El Musel se configuró como un puerto con una clara vocación industrial, orientada a dar salida al carbón de las cuencas hulleras del Caudal y del Nalón y del mineral de hierro de las minas de Llumeres, en el concejo de Gozón. La relación del Puerto con los yacimientos carboníferos y las vetas de hierro se produjo del único modo posible, por medio del ferrocarril. Así pues, desde el inicio de las obras de construcción del puerto, las vías férreas, las locomotoras y los vagones, fueron primeros actores en la vida cotidiana del puerto.

Los principales operadores ferroviarios dispusieron de estaciones en el puerto, levantadas con mayor o menor acierto y calidad constructiva, en función de las necesidades operativas, la disponibilidad de fondos (siempre exíguos) y de la capacidad del técnico redactor de los proyectos, por lo común, el ingeniero director del puerto. Así, el ferrocarril de Langreo, que desde 1905 dispuso de una concesión para llevar sus vías y vagones hasta el dique Norte, contó con estación propia al pie de dicho muelle, si bien, la construcción de la instalación se dilató mucho en el tiempo (disponía de estación y apartadero en la ría de Aboño desde comienzos del siglo XX). Como señala José María Flores, el proyecto fue redactado en 1933 por el ingeniero Ignacio Fernández de la Somera y por el arquitecto Enrique Rodríguez Bustelo, quien ideó un edificio de tres plantas, en el que la estética racionalista de reminiscencias náuticas era claramente entendible (ventanales horizontales corridos, ojos de buey, combinación ladrillo con paramentos lisos en las fachadas, barandillas de tubo, etc) y muy apropiada para integrarse en el entorno. Paralizada la construcción por la Guerra Civil, cuando se retomó el proyecto en 1941, éste fue ampliamente reformado para adaptarlo a las necesidades del momento perdiéndose la esencia moderna que le había dado su creador. A comienzos de los ochenta, como otros inmuebles carentes de función, la instalación fue derribada por la Autoridad Portuaria de Gijón.

Mucha más entidad y singularidad arquitectónica tuvo la estación que se levantó en El Musel para el ferrocarril de Carreño (de uso combinado con el tranvía de Gijón), proyectada por el ingeniero director Eduardo Castro en 1930, y que sustituyó a un triste barracón de madera que no tenía otro mérito que el de su misma existencia. La nueva estación, de clara influencia racionalista, combinaba con ingenio y eficacia hormigón armado, acero y vidrio para generar un edificio funcional y de diseño plenamente moderno, en el que destacaba una pronunciada marquesina de hormigón. Desgraciadamente, problemas estructurales aconsejaron su demolición a mediados de la década de 1950.

 

 

 

 

 

 

 

Su desaparición dejó paso a otro magnífico ejemplo de arquitectura ferroviaria, la estación de la Junta de Obras del Puerto, levantada con arreglo a los planos firmados por el ingeniero director Saturnino Villaverde en 1954. En la década de los setenta, con el nuevo acceso ferroviario al puerto por el sur, la estación de la JOP perdió funcionalidad, y en primeros años de la década de 2000, la instalación, con su inconfundible torre del reloj, fue víctima de la piqueta junto con otras edificaciones adyacentes, desapareciendo con ella todo vestigio de arquitectura ferroviaria de calidad en el Puerto de Gijón.

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El valor del superviviente

Descubrí su existencia en una de las muchas correrías infantiles por los terrenos a medio urbanizar del barrio de El Coto de San Nicolás, a la manera en que los niños descubren las cosas: mitad por azar, mitad llevado por el gozo infantil de la aventura. En aquellos años, las soleadas y ventiladas laderas de El Coto, eran una suerte de isla misteriosa en la que todo era posible, un sueño de ciudad jardín que nunca llegó a materializarse del todo. En sus calles, dibujadas a cordel con la precisión y regularidad con la que los cartógrafos trazan sus mapas y planos, cohabitaban sin demasiadas estridencias, hotelitos particulares con jardín, modestas viviendas obreras y otras arquitecturas más rotundas y no menos siniestras como la cárcel municipal y el cuartel de Alfonso XII. La casa misteriosa, como la motejó mi efervescente imaginación infantil, ocupaba un emplazamiento privilegiado en la parte baja de la colina de San Nicolás, frontera a la avenida de Simancas, hoy de Pablo Iglesias. Protegida tras una cortina de frondoso plátanos de sombra, su aspecto insular le confería una extraña belleza, como de casa encantada. El gris perpetuo de sus fachadas, el murete que la separaba de la calle y que ocultaba un presunto jardín prohibido, y sobre todo, su desarraigo respecto del resto de los edificios del contorno, la vestían, en mi imaginación, con un halo de misterio que no hacía sino aumentar mi fascinación por aquella casa.

Andando el tiempo supe que, en realidad, el misterio de esta vivienda unifamiliar radicaba en su trazado, en su concepción arquitectónica, en el modo en el que el edificio mantenía un hermoso diálogo con su propia tectónica, una suerte de juego azaroso entre las fuerzas horizontales y las verticales, entre la potencia de lo telúrico y la levedad de lo aéreo. La desnudez de las formas, la ausencia de decoración escultórica en las fachadas, el ritmo en la composición conseguido a base de maclar los cuerpos, los grandes ventanales corridos, el empleo de barandillas de tubo, eran indicadores de un modo de concebir la arquitectura desde postulados modernos. Bajo este paraguas estético, el del racionalismo o funcionalismo, el reconocido arquitecto Pedro Cabello Maíz, dio forma en 1939 al encargo de Eduardo Dizy para construir la vivienda familiar.

Hoy, esta vivienda unifamiliar es un superviviente de una época de esplendor de la arquitectura moderna de la que quedan pocos ejemplos en Gijón, restos de un naufragio que quiso hacer de los edificios algo más que  alojamientos dignos e igualitarios. Reconforta comprobar que el alimento de los sueños infantiles sigue vivo y que el Catálogo Urbanístico de la ciudad, encargado de velar por la protección del patrimonio edilicio de todos los gijoneses, lo ha tenido en cuenta a la hora de tender sus redes de protección. Hoy más que nunca, el sueño racionalista y funcional que Pedro Cabello hizo realidad para Eduardo Dizy, es una isla, un superviviente que alienta la esperanza del náufrago de un día rescatado.

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