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La luz del mundo

Comenzaron a levantar el edificio en la primavera del año 1923, en un paraje de belleza franca y agreste; un promontorio solitario, que como un niño travieso e inconsciente, se adentraba en el mar para sentir el abrazo de las olas y la caricia del viento húmedo en la cara. El cabo, visto desde la lejanía, parecía un torreón que estuviese a punto de venirse abajo. La acción inclemente del mar y del viento había hecho mella en su carne de dura cuarcita, socavando su base y acentuando su perfil acantilado. Bien pensando, el emplazamiento parecía más propicio para el suicidio de amantes desairados que para construir un faro, una luz de esperanza en la oscura noche de los buques.

Los viejos del pueblo aún recuerdan las agotadoras jornadas de trabajo para acarrear los materiales de construcción hasta aquella lejana atalaya. Las reatas de carros del país yendo y viniendo por el sinuoso camino que serpea  por la ladera hasta llegar a la allanada que corona el acantilado, el silencio de los campos roto por la estridente y acompasada melodía de los carros. Los viejos también recuerdan a aquel tipo al que apodaban el inglés, un hombre bajito y afable, de cara sonrosada atravesada por un pronunciado bigote, que lucía siempre un impecable traje oscuro de paño y que cubría la cabeza con un curioso sombrero, muy distinto de las boinas que usaban los hombres del país. Siempre llevaba bajo el brazo un hatillo de planos  enrollados que no dudaba en consultar ante la mínima duda sobre la marcha de las obras. Se diría que aquel edificio que comenzaba a elevarse sobre el veril de la costa era la niña de sus ojos, unos ojos azules, de tanta intensidad, que parecían dos esferas recién salidas de la mar. Quienes trabajaron con este ingeniero aseguraban haberle visto llorar desconsoladamente aquel aciago día en el que una fuerte galerna derribó parte de la construcción sepultando a varios obreros, que allí dejaron sus vidas. A veces, la historia de las grandes obras se cimienta con la sangre de inocentes. Es como si el destino hubiese querido saldar cuentas de manera anticipada cobrándose la vida de unos hombres a cambio de las de aquellos que ya no entregarían las suyas al mar por la presencia de la luz guiadora del faro.

El nuevo edificio no se parecía en nada a la vieja farola que iluminaba la bocana del puerto viejo. De austera sillería y corta altura, parecía una obra inacabada pese a llevar más de medio siglo en pie. El nuevo faro era como un joven atleta, de cuerpo fornido pero esbelto, pensado para albergar la vivienda del farero y la torre con su linterna octogonal, tocada ésta con una hermosa cúpula recubierta de placas de zinc a modo de escamas de pez. En cierto sentido, el conjunto se asemejaba a esas antiguas iglesias en las que el campanario se había añadido años después de la construcción principal. Como ellas, el faro estaba envuelto en un halo de misterio alimentado por los ritos cotidianos del torrero: subir la fatigosa escalera de caracol, preparar el gas, probar los quemadores, alimentar la lámpara, comprobar que los destellos se ajustaban al ritmo prefijado; toda una liturgia reservada sólo para los sacerdotes de la luz.

Conocí al primer farero siendo yo apenas un niño. Le recuerdo como a un tipo extraño, taciturno, poco amigo de las visitas. Se diría que gustaba de la soledad de su trabajo. Cuentan quienes saben de esto que el oficio de torrero era muy duro, sobre todo antes de la llegada de la electricidad, siempre sólo, sin más conversación que el incesante parloteo del viento, sin otra compañía que la niebla y el mar. Algunos del pueblo aseguraban que los fareros, de tanto hablar con el viento, terminaban por perder el juicio, pero yo no lo creo, pienso que, quizás, aquel digno representante del Cuerpo de Torreros, que trataba de prolongar la mirada sobre el horizonte juntando las palmas de las manos sobre la frente, simplemente ya no tenía nada que decir, sus palabras se habían consumido como la luz del faro a la llegada del amanecer.

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