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Los límites de la imaginación

Siempre me han parecido muy sugerentes aquellos espacios de la periferia de las ciudades en los que todo está por decir, aquellos lugares que todavía no han sido incorporados a la ciudad consolidada ni tampoco pertenecen plenamente al entorno rural inmediato. Con sus discontinuidades, con su aspecto de rompecabezas a medio armar, estos territorios fronterizos son un venero inagotable para la imaginación, una suerte de ciudad paralela construida de retales, de pedacitos de historias que, lo queramos o no, están condenadas al olvido y a la desaparición. No lejos de mi casa, la ciudad en expansión pugna por hacer desaparecer uno de estos espacios heterogéneos y promiscuos, un pequeño sur hecho de calles a medio urbanizar, restos de modestas viviendas de finales del siglo XIX, esqueletos insepultos de lo que fueron naves industriales, edificios en construcción que parecen crecer con desgana, y descampados que se han convertido en asentamientos estacionales de feriantes y de inmigrantes marginales.

Deambulaba por esta otra realidad que la ciudad trata de borrar para no empañar su rostro de urbe moderna y triunfadora, cuando una medianera solitaria que sustentaba un caballón de tierras y escombros me recordó que los niños de mi barrio crecimos jugando en lugares como éste. Antes todo era distinto, los niños hacíamos parte de la vida en la calle, y cualquier elemento que encontrábamos podía tener un aprovechamiento lúdico; desde una papelera desvencijada a una grúa de obra a medio desmontar, de las cajas de madera que el frutero dejaba a la puerta de la tienda, a un montón de arena rojiza que los albañiles de la obra cercana habían apilado el día anterior para alimentar a las ruidosas hormigoneras. Huelga decir que en Pumarín, mi barrio, cuando yo era niño no había parques ni zonas de juego específicas. Tampoco había árboles en las calles (los primeros fueron plantados en 1984), entre otras razones porque muchas de las calles que estaban urbanizadas (que no eran ni mucho menos todas) eran demasiado estrechas como para alojar los alcorques. Nuestras zonas de juego preferidas eran los numerosos solares sin urbanizar y los prados que estaban situados más allá de la calle río Eo (lo que ahora se conoce como Montevil), vía que marcaba el límite del espacio edificado. Más allá sólo había alguna vaquería aislada en la que se vendía leche del día y la barriada de Nuestra Señora de Covadonga de Roces, una suerte de islote urbano al que accedíamos por caminos que mantenían la traza y el aspecto rural primitivo. En mi barrio, que fue siempre una escuela de futbolistas de medio pelo, aparte de jugar al fútbol, también nos entreteníAimpe (24-11-2003) 021amos jugando a las canicas sobre cualquier solado de tierra que permitiese hacer un guá o a las chapas (especialmente durante la época de la vuelta ciclista a España). Era éste un juego que requería de cierta habilidad, no tanto para manejar las chapas en el desarrollo del juego, sino para decorarlas a la moda. Es justo decir que en mi barrio había verdaderos especialistas en enchapar, es decir, en colocar un cristal convenientemente recortado sobre la imagen del ciclista o futbolista preferido que cubría el fondo de la chapa, utilizando tan solo un fino hilo de plastilina para asegurar el cristal. Con la habilidad y la paciencia de un artesano, los buenos enchapadores redondeaban el trozo de vidrio con un canto rodado o sobre los bordes de una papelera que hacían las veces de cizalla. Entre mis amigos también había algún aficionado a la pesca de bajura, aquella que se practicaba en los charcos de los descampados cercanos, y que solía terminar con la exhibición de media docena de rechonchos renacuajos, animalitos que nunca llegaban a convertirse en ranas, bien por la impaciencia del pescador o de su madre, que enseguida se deshacía del botín que tanto había costado conseguir. En aquellos años en los que el barrio era un verdadero ensayo de integración social por la disparidad de la procedencia de los vecinos, sólo la imaginación (y las reprimendas de los padres) ponían límites a lo lúdico. Una calle abierta a la espera de su asfaltado podía convertirse en un improvisado campo de batalla, en el que los montones de escoria que cubrirían el solado servían de munición para los combatientes o en una pista de ciclo cross, en la que ensayar acrobacias con la resistente bicicleta BH. La calle era el medio en el que los niños nos socializábamos, la escuela y los padres se encargaban del resto…

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El placer de las pequeñas cosas

Después de una mañana luminosa, la tarde parecía haberse vuelto de espaldas. Se mostraba osca, áspera como tela de saco. El cielo se había encapotado, y una lluvia mansa e incesante se había apoderado de la ciudad y de mi ánimo. Era indudable que el otoño que tanto se había retrasado respecto de lo que indicaba el calendario ya había llegado, y por la frialdad que sentía en el cuerpo, parecía que con intención de instalarse por tiempo. Con todo, después de tantos días soleados y cálidos, era agradable ver como la lluvia deslizaba sus húmedos dedos por los cristales del ventanal de la cocina. Animado por el frío que viajaba veloz por mi cuerpo como un mal pensamiento, decidí poner a asar unas castañas en el horno y darme el placer de despedir la tarde tomando castañas asadas con leche. Entretenido en picar las castañas, repudiando aquellas desafortunadas que servían de alimento y morada a los gusanos, pensaba en el ímprobo trabajo de la naturaleza, un trabajo preciso, a veces enojoso, en apariencia estéril, pero de resultado hermoso como los propios castaños. Un trabajo que llevaba a proteger en cárceles de oro los preciados frutos, para después de un tiempo dejar que un desalmado viento del sur los echase al suelo, los rescatase de su castillDSC_0031o de púas, y los entregase, libertos, a la codicia de gusanos y caminantes. Pensaba en ello, y en la primera vez que fui al monte a la gueta, como se nombra en Asturias a la recolección de las castañas. Recuerdo lo largo que se me hizo el trayecto hasta aquel castañeo que se veía diminuto desde el pueblo, el aspecto selvático de aquel monte visto a los ojos de un niño de cinco a seis años, la experiencia inolvidable de realizar parte del camino a lomos de un burrito plateado de nombre impronunciable que llevaba de las riendas mi tía Rosa. La epopeya de recoger las castañas sin clavarse los pinchos de los erizos que las protegen, la magia de sentirse único jugando al pie de aquellos ancianos que escondías sus tesoros entre la hojarasca.

En esta tarde otoñal, sentado a la mesa de la cocina frente a un tazón de leche caliente repleto de castañas recuperé parte de mi infancia. Allí, al otro lado de la mesa estaba mi padre, ese hombre bueno y justo, que nunca dijo una palabra de más, con sus grandes manos de albañil sobre la mesa y su eterna sonrisa dibujada en la cara, una sonrisa sincera y bonachona, que hacía que se le cerrasen casi los ojos cuando se reía. Estaba allí, como si el tiempo se hubiese detenido, como cuando yo era niño, aguardando a que regresase del colegio, con las castañas peladas y la leche caliente, esperando para disfrutar juntos de uno de esos pequeños placeres que valen por una vida. Un placer humilde, pero muy gratificante porque era compartido, y porque esa comunión no era sino el refrendo de nuestro amor. Cada vez estoy más convencido que sólo se aprende de verdad aquello que no se quiere enseñar, aquello fluye de forma natural, sincera, como el aguacero imprevisto que limpia las calles de la ciudad, como las castañas que se van al suelo por su propio peso cuando están maduras. Son esos gestos, esas pequeñas cosas que se aprenden en casa sin pretenderlo, las que forman, para bien o para mal, nuestro carácter. Sobre la mesa, junto a una humeante taza de tonos azulados que lleva impresa la imagen del simpático gato Garfield aguardan un puñado de castañas escogidas esperando a que otro niño regrese del colegio…

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La inocencia recuperada

Cuando era niño me gustaba subir al último rellano de la escalera del edificio en el que vivía, donde estaba el cuarto de mantenimiento del ascensor, tomar una escalera de mano que la comunidad de vecinos guardaba allí para casos de necesidad, y acceder con ella a una pequeña ventana desde la que se divisaban los tejados de los edificios cercanos. La vista que tenía desde aquella escondida atalaya me parecía fascinante: un mar de tejados rojizos dispuestos a distintas alturas como estratos de una montaña que hubiesen sido fracturados por las fuerzas internas de la tierra. Un paisaje común, hecho de retazos, fotogramas de una película en blanco y negro rotos por los casetones de los ascensores, por las incisiones de las antenas de televisión, pero que a mí me parecía muy sugerente, quizás por el hecho mismo de estar allí arriba, de poder observar lo que otros muchos no podían, sintiéndome señor de un coto vedado, de un territorio prohibido. Quizás, sin darme cuenta en aquellos momentos, comprendí que las cosas se ven de un modo distinto dependiendo del lugar desde el que las observamos. Tengo que confesar que alguna vez me sentí tentado a abrir la ventana y salir a explorar aquel mundo aéreo sobre el que planeaban, como blancas cometas al viento, algunas gaviotas extraviadas de su rutina habitual. Afortunadamente, mi afán aventurero siempre estuvo contrarrestado por una notable tendencia a la aprensión y a los miedos sobrevenidos, que me impedía emprender viajes que entrañasen cierto riesgo, y poner un pie en el tejado, no dejaba de ser una temeridad.

Dibujo_Juan (19-9-2013)

Cuando se es niño todo es distinto, todo tiene otro valor, o al menos se mide y se aprecia de otro modo. El entorno que nos rodea se ve con otros ojos. La mirada del niño es sincera, desinteresada, salada y fresca como el beso del mar en la boca. La inocencia derriba barreras que a los adultos nos parecen infranqueables, sometidos como estamos a las trabas y prejuicios que impone la memoria, los gustos o los códigos de conducta. Argumentos tan banales como la apariencia física, la conveniencia, la prudencia o el interés, no caben en la mirada de un niño. Lo malo de ir haciéndose mayor es que, sin ni siquiera darnos cuenta, nuestra mirada va perdiendo frescura y se va enturbiando, como se enturbia el agua de un charco recién formado por la lluvia cuando lo pisamos. Con la edad adulta, caminamos por la vida con los ojos cerrados, aferrados a nosotros mismos, sin prestar atención a lo que nos rodea. El paisaje cotidiano comienza a desaparecer porque simplemente está ahí y hemos dejado de observarlo con interés, de reparar en él. No se trata de un problema físico asociado al paso de los años, sino de actitud. Los adultos más que ver y sentir el paisaje que nos rodea nos dedicamos a adjetivarlo. Engreídos y soberbios, pagados por nuestra propia experiencia vital, nos negamos a escuchar lo que los lugares nos quieren contar. No hay nada más descorazonador que volver a los lugares de la infancia para advertir cómo ha cambiado nuestra percepción de los mismos, o lo que es lo mismo, cómo hemos cambiado nosotros con el paso del tiempo. Es cierto que los espacios urbanos cambian, que nada permanece inmutable (quizás solo en nuestra imaginación), y es bueno que esto suceda porque un espacio urbano fosilizado está condenado a desaparecer, pero en muchas ocasiones, lo que realmente vuelve diferentes determinados espacios es la intensidad y la claridad de nuestra mirada. Donde antes veíamos un terreno de juego ahora solo vemos un aparcamiento, el edificio en el que nos criamos, que parecía un árbol frondoso cargado de frutos, se nos antoja una colmena, vieja, huera y a punto de desmoronarse, y hasta la calle que estructura el barrio nos parece más estrecha, sinuosa y oscura, a pesar de que luce en sus aceras árboles que le dan un toque de color del que carecía. A veces quisiera recuperar la inocencia y la frescura de la mirada del niño que fui, encararme a la ventana del rellano superior de mi edificio y contemplar los tejados cercanos como si fuesen el paisaje más hermoso del mundo

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Un pedacito de mi infancia

Como muchos otros días, el pasado miércoles fui a visitar a mi madre, que desde el fallecimiento de mi padre hace ya algunos años, vive sola en la casa familiar. Es un piso sin grandes pretensiones, de tres habitaciones pequeñas, cocina, cuarto de baño y salón, que mis padres habían comprado, a comienzos de la década de 1970, a UNINSA, la empresa siderúrgica en la que trabajaba mi padre. Esta compañía, resultado de la unión de varias empresas siderúrgicas privadas, había levantado varias promociones de viviendas repartidas por los barrios obreros del sur de la ciudad para hacer frente al alojamiento de una parte importante de su plantilla que había sido trasladada de la factoría de Mieres. No sabría decir por qué, pero según me adentraba en mi barrio de siempre, comencé a verlo con otros ojos, con los ojos de un desconocido que inspecciona por primera vez un territorio ignoto, una geografía de la cual no tiene referencias. Llovía ligeramente y los edificios estaban envueltos en un sucio velo de plata que apagaba sus rostros. Las calles, humedecidas por la lluvia, hacían sonar mis pasos, que parecían rebotar contra los edificios, reproduciendo un sonido metálico, como de instrumento mal afinado. Las calles, vacías de gente, parecían desalmadas y tristes, más tristes que de costumbre. Detalles en los que nunca había reparado se hicieron evidentes como montañas: la estrechez y  sinuosidad del viario, que parecía trazado por un delineante negligente que a la hora de perfilar las alineaciones hubiese olvidado usar sus instrumentos de medida, la ausencia de árboles en las calles, las gastadas y bailarinas baldosas de loseta hidráulica que sufrían súbitos espasmos a mi paso rebosando agua, la luz mortecina del alumbrado público que apenas daba vida a mi sombra, la monotonía de unos edificios vestidos con ladrillos rojos, que para protegerse de las miradas indiscretas, vivían de espaldas al viario principal…Nuevo Gijón

Cuando llegué frente al portal de mi niñez, advertí que el pequeño jardín que le servía de pórtico yacía abandonado, como un solar en vísperas de ser urbanizado. Y recordé a mi padre, y a nuestro vecino de puerta, y les vi en una tarde pegajosa de verano cargando con pesados cubos para darle de beber, y les vi quitando las malas hierbas, y mimando los macizos de flores y reprendiendo a los chiquillos que se adentraban en el ajardinado claustro para recoger el balón, llevándose por delante los incipientes rosales. Al ingresar en el portal, un olor dulce y conocido, como de colonia de bebé, se apoderó de mí, y me arrastró a la infancia, y me sentí como quien se adentra en el trastero a buscar la ropa de la temporada, e, inesperadamente, encuentra su juguete favorito, ese que abandonó con desdén cuando se sintió adulto. De nuevo sentí la fría oscuridad del portal, y volví la vista desconfiado por si alguien se escondía en el cuarto de contadores, y subí rápido los cinco peldaños que conducen al rellano en el que está el ascensor y pulsé el botón impaciente, mirando de reojo hacia la escalera. Mientras esperaba, sentí voces de niños corriendo escaleras abajo y oí un balón botando con fuerza por los escalones, como un cuerpo inerme que golpe contra el suelo, y me hice a un lado para dejarles pasar, pero no pasó nadie. En el edificio en el que me crié ya no hay niños, ya nadie se entretiene cambiando los felpudos de piso, ya nadie usa la frialdad del descansillo para jugar al monolopy o para disputar la vuelta ciclista a España con chapas decoradas con las caras de los ciclistas de moda. El edificio está poblado de recuerdos, de sombras de lo que fueron, sombras como la de mi madre, que arrastra su soledad por el mismo descansillo por el que antes jugaban sus hijos.

Tras la charla y el café, dejé a mi madre con sus achaques y con su tristeza perenne dibujada en la cara, como una princesa de cuento de hadas que, encerrada en su viejo castillo, espera que se consuman sus días. Y vi el castillo viejo, y triste, como a mi madre, con las arrugas surcándole la cara, como un campo labrantío abierto por el arado, con chorretones de humedad que parecían brochazos de colorete mal aplicados. Y recordé que el edificio tenía mi misma edad, que según contaba mi madre, cuando nos fuimos a vivir a él, yo apenas tenía 3 meses de vida. Y me sentí mal, y un poco viejo, y hasta me pareció que mis pies se arrastraban como se arrastran las sombras…

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