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El placer de las pequeñas cosas
Publicado por elcuadernodelgeografo en MIRADAS (DE UN GEÓGRAFO MILITANTE) el noviembre 7, 2014
Después de una mañana luminosa, la tarde parecía haberse vuelto de espaldas. Se mostraba osca, áspera como tela de saco. El cielo se había encapotado, y una lluvia mansa e incesante se había apoderado de la ciudad y de mi ánimo. Era indudable que el otoño que tanto se había retrasado respecto de lo que indicaba el calendario ya había llegado, y por la frialdad que sentía en el cuerpo, parecía que con intención de instalarse por tiempo. Con todo, después de tantos días soleados y cálidos, era agradable ver como la lluvia deslizaba sus húmedos dedos por los cristales del ventanal de la cocina. Animado por el frío que viajaba veloz por mi cuerpo como un mal pensamiento, decidí poner a asar unas castañas en el horno y darme el placer de despedir la tarde tomando castañas asadas con leche. Entretenido en picar las castañas, repudiando aquellas desafortunadas que servían de alimento y morada a los gusanos, pensaba en el ímprobo trabajo de la naturaleza, un trabajo preciso, a veces enojoso, en apariencia estéril, pero de resultado hermoso como los propios castaños. Un trabajo que llevaba a proteger en cárceles de oro los preciados frutos, para después de un tiempo dejar que un desalmado viento del sur los echase al suelo, los rescatase de su castillo de púas, y los entregase, libertos, a la codicia de gusanos y caminantes. Pensaba en ello, y en la primera vez que fui al monte a la gueta, como se nombra en Asturias a la recolección de las castañas. Recuerdo lo largo que se me hizo el trayecto hasta aquel castañeo que se veía diminuto desde el pueblo, el aspecto selvático de aquel monte visto a los ojos de un niño de cinco a seis años, la experiencia inolvidable de realizar parte del camino a lomos de un burrito plateado de nombre impronunciable que llevaba de las riendas mi tía Rosa. La epopeya de recoger las castañas sin clavarse los pinchos de los erizos que las protegen, la magia de sentirse único jugando al pie de aquellos ancianos que escondías sus tesoros entre la hojarasca.
En esta tarde otoñal, sentado a la mesa de la cocina frente a un tazón de leche caliente repleto de castañas recuperé parte de mi infancia. Allí, al otro lado de la mesa estaba mi padre, ese hombre bueno y justo, que nunca dijo una palabra de más, con sus grandes manos de albañil sobre la mesa y su eterna sonrisa dibujada en la cara, una sonrisa sincera y bonachona, que hacía que se le cerrasen casi los ojos cuando se reía. Estaba allí, como si el tiempo se hubiese detenido, como cuando yo era niño, aguardando a que regresase del colegio, con las castañas peladas y la leche caliente, esperando para disfrutar juntos de uno de esos pequeños placeres que valen por una vida. Un placer humilde, pero muy gratificante porque era compartido, y porque esa comunión no era sino el refrendo de nuestro amor. Cada vez estoy más convencido que sólo se aprende de verdad aquello que no se quiere enseñar, aquello fluye de forma natural, sincera, como el aguacero imprevisto que limpia las calles de la ciudad, como las castañas que se van al suelo por su propio peso cuando están maduras. Son esos gestos, esas pequeñas cosas que se aprenden en casa sin pretenderlo, las que forman, para bien o para mal, nuestro carácter. Sobre la mesa, junto a una humeante taza de tonos azulados que lleva impresa la imagen del simpático gato Garfield aguardan un puñado de castañas escogidas esperando a que otro niño regrese del colegio…
La inocencia recuperada
Publicado por elcuadernodelgeografo en DE GEÓGRAFOS Y GEOGRAFÍAS, MIRADAS (DE UN GEÓGRAFO MILITANTE) el septiembre 20, 2013
Cuando era niño me gustaba subir al último rellano de la escalera del edificio en el que vivía, donde estaba el cuarto de mantenimiento del ascensor, tomar una escalera de mano que la comunidad de vecinos guardaba allí para casos de necesidad, y acceder con ella a una pequeña ventana desde la que se divisaban los tejados de los edificios cercanos. La vista que tenía desde aquella escondida atalaya me parecía fascinante: un mar de tejados rojizos dispuestos a distintas alturas como estratos de una montaña que hubiesen sido fracturados por las fuerzas internas de la tierra. Un paisaje común, hecho de retazos, fotogramas de una película en blanco y negro rotos por los casetones de los ascensores, por las incisiones de las antenas de televisión, pero que a mí me parecía muy sugerente, quizás por el hecho mismo de estar allí arriba, de poder observar lo que otros muchos no podían, sintiéndome señor de un coto vedado, de un territorio prohibido. Quizás, sin darme cuenta en aquellos momentos, comprendí que las cosas se ven de un modo distinto dependiendo del lugar desde el que las observamos. Tengo que confesar que alguna vez me sentí tentado a abrir la ventana y salir a explorar aquel mundo aéreo sobre el que planeaban, como blancas cometas al viento, algunas gaviotas extraviadas de su rutina habitual. Afortunadamente, mi afán aventurero siempre estuvo contrarrestado por una notable tendencia a la aprensión y a los miedos sobrevenidos, que me impedía emprender viajes que entrañasen cierto riesgo, y poner un pie en el tejado, no dejaba de ser una temeridad.
Cuando se es niño todo es distinto, todo tiene otro valor, o al menos se mide y se aprecia de otro modo. El entorno que nos rodea se ve con otros ojos. La mirada del niño es sincera, desinteresada, salada y fresca como el beso del mar en la boca. La inocencia derriba barreras que a los adultos nos parecen infranqueables, sometidos como estamos a las trabas y prejuicios que impone la memoria, los gustos o los códigos de conducta. Argumentos tan banales como la apariencia física, la conveniencia, la prudencia o el interés, no caben en la mirada de un niño. Lo malo de ir haciéndose mayor es que, sin ni siquiera darnos cuenta, nuestra mirada va perdiendo frescura y se va enturbiando, como se enturbia el agua de un charco recién formado por la lluvia cuando lo pisamos. Con la edad adulta, caminamos por la vida con los ojos cerrados, aferrados a nosotros mismos, sin prestar atención a lo que nos rodea. El paisaje cotidiano comienza a desaparecer porque simplemente está ahí y hemos dejado de observarlo con interés, de reparar en él. No se trata de un problema físico asociado al paso de los años, sino de actitud. Los adultos más que ver y sentir el paisaje que nos rodea nos dedicamos a adjetivarlo. Engreídos y soberbios, pagados por nuestra propia experiencia vital, nos negamos a escuchar lo que los lugares nos quieren contar. No hay nada más descorazonador que volver a los lugares de la infancia para advertir cómo ha cambiado nuestra percepción de los mismos, o lo que es lo mismo, cómo hemos cambiado nosotros con el paso del tiempo. Es cierto que los espacios urbanos cambian, que nada permanece inmutable (quizás solo en nuestra imaginación), y es bueno que esto suceda porque un espacio urbano fosilizado está condenado a desaparecer, pero en muchas ocasiones, lo que realmente vuelve diferentes determinados espacios es la intensidad y la claridad de nuestra mirada. Donde antes veíamos un terreno de juego ahora solo vemos un aparcamiento, el edificio en el que nos criamos, que parecía un árbol frondoso cargado de frutos, se nos antoja una colmena, vieja, huera y a punto de desmoronarse, y hasta la calle que estructura el barrio nos parece más estrecha, sinuosa y oscura, a pesar de que luce en sus aceras árboles que le dan un toque de color del que carecía. A veces quisiera recuperar la inocencia y la frescura de la mirada del niño que fui, encararme a la ventana del rellano superior de mi edificio y contemplar los tejados cercanos como si fuesen el paisaje más hermoso del mundo