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Días de fútbol
Publicado por elcuadernodelgeografo en MIRADAS (DE UN GEÓGRAFO MILITANTE) el febrero 5, 2016
A menudo añoro mis días de fútbol. Nunca fui una estrella, pero desde siempre el fútbol ha sido mi deporte preferido. Como todo aquello que tiene un marcado componente irracional, pasional, me resulta difícil explicar el por qué de este sentimiento. Lo cierto es que veo a mi hijo jugando al balón en el pasillo de casa y, aunque le regaño adoptando la impostura de padre responsable y le recuerdo que en casa no se juega al balón, en realidad, la mayoría de las veces lo que me pide el cuerpo es sumarme al imaginario partido, y llegado el caso, celebrar como si se fuese a acabar el mundo los supuestos goles. Como decía, el fútbol es una pasión, un sentimiento, pero también una escuela, un escenario ideal para la socialización de los niños que, lo queramos o no, siempre deja huella en el carácter. La primera vez que me sentí futbolista debía tener 7 u 8 años. Recuerdo que me presenté a una prueba que hacían en el colegio para seleccionar jugadores con los que conformar los equipos escolares. Ataviado con una vieja y descolorida indumentaria del Sporting de Gijón y unas botas negras con franjas rojas de tacos de goma (para subrayar mi inocencia infantil debo señalar que la prueba era para el equipo de fútbol sala, con lo cual, lo pertinente era ir con playeros), tan vetustas como la camiseta y propiedad de mi hermano, lo mismo que el resto del atuendo, me presenté en la pista del colegio. No sé si fue por lo estrambótico de la vestimenta, más propia de una vieja gloria del futbol playero que de un niño de 8 años, o por mi falta de pericia con el balón en los pies, el caso es que, incomprensiblemente, no fui seleccionado. Tuvieron que pasar varios años, y muchas tardes de fútbol en el barrio para que pudiera lucir con orgullo la elástica azul celeste combinada con pantalón blanco y medias azules de mi colegio, el Julián Gómez Elisburu de Pumarín. Como todos los niños de mi barrio, y a diferencia de los de ahora que pueden empezar a jugar a fútbol reglado antes de los seis años en instalaciones estupendas, los rudimentos de este deporte lo aprendimos jugando en la calle.
En mi barrio, que a finales de los setenta era un paisaje incierto, una suerte de fábrica de sueños en la que confluían viviendas en construcción, calles sin asfaltar y solares baldíos a la espera de constructor, había, por así decirlo, dos terrenos de juego: el de La Paca, que en realidad era un lugar de tránsito, de traza irregular y en pendiente, y situado a la espalda de varios bloques de viviendas que se alineaban al viario principal, y el de El Llocu, un rectángulo hormigonado de reducidas dimensiones, situado también en la trasera de dos edificios alejados del prestigio de las calles principales. Ambos terrenos de juego, aparte de socavones, aceras interrumpidas, altos bordillos y coches aparcados, tenían en común que su titular, la persona que les daba nombre (El Llocu y La Paca), tenía por costumbre interrumpir los partidos lanzando amenazas, profiriendo toda clase de improperios (mi barrio, como todos los de aluvión, era por entonces muy cosmopolita) y en ocasiones calderos y vasos de agua, incluido el recipiente. Se ve que a estos egregios convecinos, de los que en más de una ocasión tuvimos que huir por piernas, no les gustaba mucho el deporte o tenían la absurda idea de que el descanso vespertino de un individuo era más importante que el recreo de muchos. Con todo, en mi barrio se forjaron buenos futbolistas que más tarde lucieron en las filas de destacados equipos gijoneses, aunque ninguno alcanzase la gloria de la profesionalidad. Jugadores que pulieron su técnica individual sorteando charcos, coches de vecinos y señoras con las bolsas de la compra que no encontraban otro lugar mejor para pegar la hebra que en mitad del campo de juego. Allí, debajo de casa, haciendo fintas imaginarias a la luz triste y mortecina de las viejas luminarias, inmune al cansancio y al desánimo, golpeando infames pelotas de goma contra aquellas porterías pintadas con tiza en la pared de los edificios, pasé algunos de los momentos más felices de mi infancia. Allí, en aquellos partidos tumultuosos y multitudinarios en los que niños mayores y más pequeños compartíamos la pasión por el fútbol, me contagié de este virus que todavía se reactiva cuando veo un balón rodar y siento un deseo irrefrenable de patearlo.
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