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Cenizas de la memoria

Qué poco es una vida, una vez terminada y cuando ya se puede contar en unas frases y sólo deja en la memoria cenizas que se desprenden a la menor sacudida… (Javier Marías). Como la mano infantil que hace un cerco en el cristal empañado para ver a su través, aquella imagen de la fototeca del Muséu del Pueblu d´Asturies que parecía dormida en uno de los recodos de ese camino universal que es Internet, limpió el cristal de mis recuerdos infantiles. A su través recuperé veranos de infancia llenos de luz y de futuro, días gloriosos de experimentación, aprendizaje y libertad, retazos de una cartografía afectiva que el paso de los años todavía no ha podido desleír. A pesar de los años transcurridos, las imágenes de aquellos veranos (y algunos inviernos) en la casa de mis abuelos maternos en el pueblo de Ania, se mantienen frescas como las aguas del río Andallón, que con su paso tranquilo pero constante hacía cantar las gastadas muelas del molín de Quilo, como la sombra de los antañones castaños que se apostaban frente al vado del río, como la figura de Manolo Picarín, aquel anciano de mirada pícara y juvenil, que parecía poseer el don de no envejecer.

Fue Manuel Valdés el menor de los ocho hijos del matrimonio entre Felipe Valdés y María Rodríguez, nacidos todos en la modesta casa familiar del Picarín, un apartado lugar de la parroquia de Valsera en el concejo de Las Regueras, donde el monte Forcón se tiende plácidamente para juntarse con la vega del río Andallón. Querido y apreciado con sus vecinos, fue Manolo Picarín todo un personaje en su concejo natal. Su corta estatura escondía un hombre enérgico, mañoso y audaz, al que nada se le ponía por delante. La experiencia adquirida en los muchos oficios que desempeñó a lo largo de su vida (la mayoría aprendidos de forma autodidacta) y el poso de sabiduría que suele dejar el paso de los años, le confirieron una suerte de estatus de anciano tribal al que los vecinos acudían a consultar sobre todo tipo de cuestiones relacionadas con las actividades propias de la vida rural. Con el tiempo, aquella comunidad arcana le otorgó a Picarín otro destacado papel en atención a su dilatada experiencia vital, la de mediar en las disputas entre vecinos, en un DSC_0039momento en el que la voz de los mayores era respetada y se tenía como valor de ley.

En casa de mis abuelos (y en otras muchas caserías del entorno) su presencia era habitual cuando algún vendaval o tormenta fuerte hacía de las suyas en la techumbre de la casa o del hórreo, o cuando llegaba el tiempo de la matanza del gochu, cuestión que solía solventar Manolo en la antojana de la casa con la destreza del más experimentado de los matarifes. Cierro los ojos y siento en el cuerpo el frío de aquellos lejanos eneros, escucho, con la claridad del día recién nacido, los agudos chillidos del animal herido que parecían no tener fin, y en torno a él, las conversaciones de los mayores afanados en su tarea chacinera, ecos de unas voces que se hunden en la tradición y me unen a mi pasado familiar .

Recuerdo a Manolo tomando café sentado a la mesa con mi abuela Manuela, los dos pegando la hebra, los dos en el último recodo del camino, los dos buscando el calor de la cocina de carbón. Mi abuela vestida de negro como la noche infinita, él ataviado de domingo, con traje oscuro, chaleco a juego, camisa blanca abotonada hasta el cuello y boina negra, una boina gastada por el sol y el uso que más que una prenda de vestir parecía una apófisis de su propio cuerpo. La nariz aguileña destacándose de un rostro amable pero surcado de arrugas como un campo preparado para la siembra del maíz, surcos de una vida dura y aferrada a la tierra. Los ojos, pequeños y vivos, que se convertían al igual que sus manos en actores principales del relato que siempre tenía en la boca, porque Manolo Picarín era un fabuloso contador de historias, voz de un relato ancestral que revivía adaptándolo a su propio coDSC_0019ntexto vital. A los ojos del niño que fui, Manolo Picarín, de cuya boca brotaban cuentos y sucedidos como por arte de encantamiento, era una suerte de anciano druida, un ser misterioso que habitaba en lo que parecía un castillo encantado situado a las mismas puertas del bosque, pues así me imaginaba yo aquella apartada vivienda del Picarín, aquella fábrica de ladrillo y piedra que el mismo había reconstruido, y que acogía en sus entrañas la vivienda primigenia. Ahora entiendo que Manolo, al igual que mi abuela Manuela, que también poseía la virtud de enhebrar muy bien los relatos, no eran otra cosa que la voz de un mundo rural que agonizaba, de un mundo que ya no existe por más que las viejas casas del Picarín y de la Medera permanezcan en pie, no son sino cenizas de la memoria que terminaran por desprenderse a la menor sacudida.

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La mujer de los ojos de niebla

La pertinaz lluvia que picaba con sus escurridizos nudillos de agua en los cristales de mi ventana, y el viento, que voceaba el frío de la tarde mientras desarmaba a los transeúntes de sus paraguas, me trajeron el recuerdo de su nombre, Manuela. Al pronunciarlo, se entreabrió la cortina del recuerdo y me vinieron a la boca, como en un dulce regurgitar, algunos de los momentos más felices de mi infancia, aquellos que pasé en el pueblo de mi madre. Eran recuerdos de largos veranos de pantalones cortos y zapatillas de camping, de piernas descalabradas por trepar una y mil veces a los chaparros cerezos y ciruelos de la huerta de “bajocasa”, de encaramarse a los viejos muros de piedra caliza que, como burdos pespuntes de una antigua costura, limitaban las fincas y dibujaban el perfil sinuoso de algunos caminos, de trastear por el corredor del hórreo, en el pajar o en la cuadra. Eran tiempos alejados de la vigilancia cotidiana de los padres, y por tanto, de libertad de horarios y de movimiento. También eran tiempos de frecuentar nuevas amistades: Chenchu, Mariano, Pepín, Gelín, Adela…, niños y niñas alejados del patrón de los chicos de ciudad como yo, hijos del pueblo, de aquella pequeña aldea de casas desperdigadas a lo largo de una carretera secundaria cuyo nombre jamás logré encontrar en los mapas escolares de Asturias, y que a veces, cuando por enfermedad me veía en recluido en casa, en Gijón, se me antojaba tan irreal como la propia aldea de Asterix, el galo. Pero aquellos niños no eran personajes de un comic, eran reales, y habían nacido y vivían en aquel pueblo de forma permanente, como vivían los niños de las aldeas asturianas, con un pie en la infancia y el otro en la vida adulta, obligados a ayudar a sus padres en las labores agroganaderas. Los recuerdos infantiles se extendían también a parte de las vacaciones navideñas y de Semana Santa, en las que no era infrecuente ver nevar, un espectáculo mágico a los ojos de un niño, y al que estábamos sustraídos quienes vivíamos en Gijón, por la vecindad de la ciudad con el Cantábrico.

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Como en mi casa no había coche, ir al pueblo se convertía en un viaje, que a mí, que siempre me he mareado al viajar en autobús, se me antojaba muy enojoso, ya que me veía obligado a tomar un autobús interurbano y después un coche de línea, que para mayor engorro, realizaba el trayecto haciendo paradas en todos los pueblos por los que pasaba. La casa familiar estaba al final del pueblo, en un recodo de la carretera. Era una quintana tradicional, modesta, con el hórreo situado frente a la vivienda, al otro lado de la carretera. Como siempre se avisaba con antelación de la llegada, ella siempre estaba allí, aguardando, de pie en la antojana, con una mano apoyada en la frente, como un marino oteando el horizonte. Al verla, dejaba las maletas en el suelo y corría a su vera como corren las olas alborozadas al encuentro de la playa.

DSC_0011 La abuela Manuela era una mujer menuda, delgada, que aparentaba una fragilidad que no se correspondía con su vitalidad ni con su genio, aunque pocas veces la vi realmente enfadada. Era alegre y cariñosa, y acompañaba sus quehaceres entonando canciones y coplillas de la tradición asturiana. Tenía unos ojos claros muy hermosos, que parecían siempre estar humedecidos, como si estuviesen suspendidos en un mar de niebla. Su pelo era blanco azulado, como  iluminado por el humo, siempre recogido en un moño redondo y muy apretado. A pesar de lo bonito que era, casi siempre se cubría la cabeza con un pañuelo negro, que acentuaba la severidad de un rostro, en el que una vida dura y el correr del tiempo había hecho  mella, quizás demasiada, pronunciando los pómulos, hundiendo las cuencas de los ojos y surcando el rostro de arrugas, marcas del cruel arado del tiempo sobre el otrora fértil y sonrosado campo de sus mejillas. Esta severidad aparente, a la que no era ajena la oscuridad perenne del resto de su indumentaria, se desvanecía con el primer abrazo, cálido y reconfortante como el amor de la cocina. La voz de la abuela Manuela estaba envuelta en los olores del campo, era la voz de la tierra, una voz atrayente y seductora, no impostada, que te encandilaba cuando convertía sus recuerdos en relatos. Historias contadas medio en bable, medio en castellano, que hablaban del astuto zorro que al atardecer se intentaba colar en el gallinero para llevarse las gallinas, de los hermanos emigrados a América que enviaron el dinero para la reforma de la vieja casa, de los castaños heredados de su madre en el Bravo, el monte que se divisaba bajo el horizonte, de los hijos fallecidos sin haber podido siquiera ser bautizados, de la guerra civil, del abandono del pueblo para comenzar una nueva vida en una desangelada villa industrial, del retorno a la aldea para continuar con la mísera vida de subsistencia como colonos de un terrateniente. Al hilar sus recuerdos, sentada en una silla frente a la cocina de carbón, la historia de la Asturias rural cobraba vida, y con ella, el rostro de esta mujer sabia, que nunca había ido a la escuela pero que poseía el conocimiento que germina en la tierra fértil, se iluminaba, y la niebla de sus ojos claros se desvanecía como se desvanece la noche al rayar el alba.

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