Archivo para la categoría DE GEÓGRAFOS Y GEOGRAFÍAS

Cartografía de la memoria

El viajero extendió el plano sobre la mesa. Sus manos expertas, habituadas en el trato con estos documentos, se desenvolvían con una extraña mezcla de mimo y firmeza. Como los pájaros de la aurora, sus manos se movían ágiles y felices por el documento, tratando de  liberarlo de pliegues inadecuados y otras muescas propias del paso del tiempo. Como quien oficia una ceremonia mística, en esos momentos el viajero estaba fuera del mundo, o mejor dicho, estaba en un mundo aparte en el que solo existía aquel viejo plano rescatado de la sorda soledad de una tienda de almoneda, y él. Aún recuerda la emoción que sintió cuando en aquella sórdida trastienda en la que se apilaban, como en una fosa común, cadáveres de libros, revistas y viejas y desleídas postales, encontró aquello que parecía una vieja cartografía de la ciudad de Gijón. Como el intrépido explorador que soñaba ser cuando de niño leía tebeos de la colección joyas literarias juveniles de la editorial Bruguera, el viajero desbrozó la sombría selva de papeles mutilados hasta acceder a aquel plano que emitía una luz apagada y titilante como la de las estrellas más alejadas, esa luz que solo mana de quien espera ser rescatado de un futuro nefasto. Desconocía su epopeya, los pormenores de una historia, sin duda azarosa y desgraciada, que terminó en aquella cárcel del olvido, pero ahora, aquel plano, que según leyó en el dorso, había sido grabado en una litografía madrileña  en los albores del siglo XX, era suyo.

Desde siempre había sentido fascinación por mapas y planos, por esa extraña relación que se establecía entre la realidad física, la que podía percibir con sus ojos, y aquella otra realidad que se codificaba sobre el papel; el juego de las escalas, la delicadeza con que se iluminaban las viejas cartografías, el poder de evocación de la toponimia que, como un ejército en desbandada, cubría aquellos territorios de papel, para él tan perceptibles y reales como los que se alzaban ante su mirada. Emulando a los monarcas españoles de la Edad Moderna, quienes para tener un DSC_0016conocimiento más preciso del territorio gobernado encargaron las primeras vistas de las ciudades españolas creando con ellas exclusivos y privados gabinetes geográficos, de niño comenzó a coleccionar reproducciones de todo tipo de mapas y planos que se encontraba, documentos que, por aquel tiempo, era incapaz de comprender, pero que le parecían muy bellos. Encerrado en su cuarto, se pasaba horas viajando por países lejanos, descubriendo ríos y montañas de nombres tan impronunciables como los propios países en los que se hallaban. Eran aquellas coloridas ilustraciones ventanas en las que asomarse a otros espacios, a otros mundos, rendijas en la pared de lo cotidiano por las que se colaba una luz nueva y hermosamente reveladora.

Sobre el plano extendido, sobre aquel mar de líneas, sombras y nombres grabados con esmero y sabiduría, el índice de su mano derecha, al igual que la niña del poema de Alberti (la niña sentada/ sobre su falda un atlas/su dedo blanco velero…), deambulaba de El Natahoyo al Coto de San Nicolás, de Cimavilla a los Llanos, del Alto Pumarín a La Arena. Qué hermosa le parecía aquella planimetría que representaba la ciudad como un animal amodorrado que aguarda el momento para desperezarse. Qué insignificantes parecían entonces los barrios más alejados, apenas motas de polvo sobre el viejo cristal de Gijón. Reparaba en los nombres recogidos en el plano con la atención y el cariño con la que el maestro hace recuento de sus alumnos antes de comenzar la clase. Aquel viejo plano le había devuelto la pasión, con él había regresado aquella luz amigable que iluminó muchas de sus tardes de infancia.

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El jardín de la memoria

Señalaba el profesor Cruz Mundet que los archivos y su documentación tenía su origen en la propia organización social de la humanidad. Por tanto, la necesidad de conservar y organizar el registro documental de nuestra memoria viene, ciertamente, de lejos. En Gijón, el encargado de la custodia de la memoria de la ciudad, de toda la ingente cantidad de documentación producida y recibida por el Ayuntamiento en el desarrollo de las funciones que le son propias, es el Archivo Municipal, localizado en el barrio de Cimavilla, en la conocida como torre del Reloj. Si no fuera por los serios problemas de funcionalidad y de accesibilidad derivados de la propia esencia de este edificio histórico (conviene recordar que la torre, que fue sede temporal del gobierno municipal y cárcel pública hasta 1909, fue edificada en 1572 y rehabilitadtorre Reloja recreando el volumen original en 1992, momento en el se le añadió un edificio anexo para archivo), no cabría pensar en un espacio más apropiado para albergar el archivo histórico de la ciudad, apretado contra la muralla romana que lo atraviesa como una vieja cicatriz, erguido como un surtidor de sueños e historias entre el humilde caserío del barrio viejo.

El archivo municipal es uno servicios municipales más antiguos pues hay noticias de su existencia desde 1560, estando fechado el documento más antiguo que se conserva en 1507. Desde hace años, el archivo está organizado y gestionado de manera profesional, y no tiene nada que ver con esa suerte de cueva del tesoro, casi autogestionada, que fue hasta los años ochenta del siglo XX, con infinidad de expedientes y documentación sin archivar, amontonada en un semisótano de la casa consistorial en el que no eran infrecuentes, ni la distracción de documentos, ni las inundaciones (sus nefastas consecuencias todavía son visibles en multitud de expedientes). Actualmente, el Archivo Municipal está organizado en 5 secciones: Archivo Histórico, Archivo Central Administrativo, Archivo de Imágenes, Biblioteca y Hemeroteca, y conserva y pone a disposición de los ciudadanos (con las restricciones que marca la ley vigente en lo relativo al derecho a la privacidad) 17 fondos archivísticos, siendo el de mayor entidad el fondo municipal, que abarca desde 1507 hasta los últimos cinco años (estos fondos más recientes se conservan en los archivos de gestión de las oficinas municipales). Otros fondos destacados que integran la sección del Archivo Histórico son el de Astilleros del Cantábrico y Riera, el Archivo del Instituto de Puericultura, el de la Asociación Benéfica Constructora Nª Sª de Covadonga o la Sección de Cartografía (fondo casi desconocido para el público pero que cuenta con una magnífica colección de planos y mapas de gran utilidad para el rastrear la evolución y las transformaciones del territorio gijonés). Todas estas colecciones documentales cuentan con instrumentos descriptivos que facilitan la localización y consulta de la documentación. Para facilitar esta consulta pública (uno de los cometidos básicos de cualquArchivo Municipalier archivo público), el Archivo Municipal viene realizando en los últimos años un esfuerzo notable en la informatización de la gestión de sus fondos, si bien, hasta el momento, y para desazón de investigadores y curiosos, sólo centrada en la documentación administrativa municipal y no a la de carácter histórico. También es de destacar el empeño por digitalizar los fondos de la Hemeroteca y del Archivo de Imágenes, del cual ya están digitalizadas unas 39.000 imágenes, pertenecientes a las colecciones Patac, Suárez y Municipal. Para posibilitar la consulta en red de las mismas, el Ayuntamiento adquirió recientemente un software específico que, parece, está en proceso de implantación. La iniciativa se estima muy oportuna, pero debería ir acompañada de la instalación en las propias dependencias del Archivo de algún equipo habilitado ex-profeso, pues no todo el mundo tiene acceso a la red desde su casa. Otra sección del Archivo muy poco conocida pero de gran interés es la Biblioteca, un fondo especializado en temas gijoneses, cuyos registros pueden consultarse por Internet a través del catálogo de la Red de Bibliotecas de Asturias. Este fondo, que atesora verdaderas joyas, se engrosa periódicamente con todas aquellas publicaciones de temática gijonesa que salen a la luz.

Aunque pueda parecer por lo apuntado anteriormente, el archivo gijonés, nuestro particular jardín de la memoria, no es sólo refugio de estudiosos e investigadores (debo confesar que algunos de los momentos más felices de mi vida los pasé entre sus paredes enredado entre planos y papeles varios). De esto saben todos aquellos ciudadanos que acuden, rebotados de otras instancias municipales, en busca de los planos de su edificio, esos que le reclama el contratista encargado de instalar el ascensor, el técnico que está buscando la fuga que periódicamente anega el portal, o el emigrante que busca sus orígenes familiares. También los que suspiran por encontrar la licencia de apertura de ese local que quieren alquilar. Todos ellos encuentran su espacio en el Archivo, todas las consultas son atendidas con diligencia y amabilidad, aunque no todas ellas puedan ser resultas a conveniencia, bien por no aportar información suficiente, porque la documentación no se encuentre en el archivo o por ser ésta incompleta, como sucede con algunas licencias de obra mayor anteriores a 1890, que no incluyen el correspondiente proyecto (en esa época los edificios levantados fuera del radio urbano estaban exentos de ese trámite).

Desaparecida calle Nueva, Pumarín. AMG.

Desaparecida calle Nueva, Pumarín. AMG.

Para los investigadores, el Archivo es siempre una puerta entreabierta que invita a traspasar el umbral de lo ya conocido, el eco que alienta nuevas historias. Recientemente he podido trabajar en la ordenación, descripción e instalación de un conjunto de documentación relacionado con el Plan de Ordenación de Gijón de 1971, conocido como Plan Cores Uría-Álvarez Sala, por ser éstos los técnicos encargados de su redacción. Sin entrar en el detalle del proyecto, ni en los complejos avatares de dicho planeamiento, sí es relevante señalar que dentro de la documentación propia de los planes parciales que desarrollaban el plan (documentos elaborados a partir de 1970 por la consultora madrileña Urbanismo, Ingeniería y Arquitectura), en concreto los documentos de Información Urbanística, incorporan un completo reportaje fotográfico de cada uno de los polígonos objeto de ordenación. Este repertorio fotográfico, cuya información se puede complementar con la aportada en los planos del estado actual de esos espacios, nos permite obtener una imagen precisa del estado de los barrios de Gijón en un momento clave de su historia urbanística, en pleno proceso de transformación por la marea del desarrollismo. Otro camino esbozado para un mejor conocimiento de la historia urbana y social de Gijón.

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Inventario de derrotas

Aquella mañana se miró en el espejo y, por un momento, no se reconoció. Pensó que aquel tipo que le miraba fijamente era un desconocido, un sujeto de cara alargada y macilenta, manchada por una barba de varios días, en la que unas pronunciadas ojeras escondían, como en un pozo insondable, unos ojos muertos, sin brillo. Aquel rostro inexpresivo, que tanto le incomodaba no era fruto de noches de insomnio, a las cuales estaba más que acostumbrado, sino del resultado de una guerra perdida, de un conflicto en el que apenas si había podido firmar un breve y poco productivo armisticio. La vida le había zurrado bien, y él se acostumbró a encajar los golpes con la resignación con la que el yunque recibe la ira del martillo del herrero. No recordaba la última vez que había tenido un golpe de suerte, como tampoco recordaba la última vez que se había reído de verdad, la última vez que había amado. Su vida, falta de ilusiones, se había convertido desde hace tiempo en una sucesión de renuncias, en una suerte otoño permanente en el que todo languidecía.

Frente al espejo, contemplando aquel desconocido, recordó al joven ilusionado que fue, aquel que soñaba con ser escritor cuando se encerraba en su cuarto embriagándose con las canciones de Van Morrison y los poemas de Machado y Baudelaire, versos que se esforzaba en aprender de memoria y que reciG_creativo 026taba a la oscura bóveda de su cuarto. Aquel que se olvidaba de cenar porque encontraba el alimento en las palabras que rebosaban de las libretas de pastas de cartón que emborronaba con las historias que tejía y destejía en su cabeza. Aquel que apenas dormía porque la novela que tenía entre manos le mantenía en vigilia hasta franquear el umbral de la última página. ¿Pero cuándo había empezado a estar muerto?. Pensó en la primera vez que le devolvieron sin abrir un manuscrito, aquella novela largamente trabajada que durante meses llevó bajo el brazo como un penitente esperando en vano a que alguien le prestase un poco de atención. Al recordarlo sintió de nuevo el dolor que causa la indiferencia ajena, ese cuchillo de hielo que desgarra las ilusiones y la fe en el prójimo. Su misantropía se convirtió en un traje de diario cuando le despidieron, sin explicación ni reconocimiento, de la editorial en la que trabajaba como corrector desde hacía años. Al principio, la pérdida del empleo no le preocupó mucho pensando en que así se podría dedicar por completo a escribir para si, en vez de reescribir las historias que otros ponían torpemente sobre el papel. Además, la posibilidad de cobrar durante dos años el subsidio de desempleo, desterraba de su mente la sombra del agobio económico, después de todo, él siempre había sido una persona austera que se conformaba con poco. No tenía coche, vivía de alquiler en un viejo piso del casco histórico que compartía con Juan, y no tenía vicios onerosos, pues apenas bebía unas cervezas los fines de semana, y los libros, que eran su única pasión, había dejado de comprarlos por falta de espacio para alojarlos. El paso del tiempo y la falta de expectativas laborales fue socavando su ánimo, y sin siquiera pretenderlo, un muro de incomprensión comenzó a levantarse entre él y Juan.

Nunca había sido una persona muy sociable, y la marcha de Juan, agobiado por la creciente oscuridad que le embargaba, le recluyó aún más en su claustro interior. Sumido en un lago de indolencia, herido por el desamor, una niebla permanente le impedía escribir. No era capaz de concentrase, apenas leía, y las historias que siempre caminaban a su lado, un día le dejaron solo. Solo, como se sentía cuando paseaba con su primera novela por los parques de la ciudad; muerto, como el tipo que le mira desde el otro lado del espejo.

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Lección de geografía

La tarde, aunque calurosa, anunciaba ya el fin del verano. Los últimos rayos de sol que se colaban furtivos por el ventanal del salón apenas si delataban las motas de polvo que cubrían la piel de los muebles. En la calle, un viento impertinente y sofocante del sur jugaba con las copas de los árboles, que ya comenzaban a mostrar su vistoso ropaje otoñal. La pesadez vespertina se había apoderado de mí y me sentía inquieto, desasosegado. Me acerqué a la biblioteca y comencé a buscar al azar algo que leer. Me gusta pasear entre mis libros como el viajero que deambula sin rumbo por las calles de una ciudad esperando que ésta, al doblar una esquina, le muestre alguno de sus más recónditos secretos. Me gusta jugar con mis libros, abrirlos, olerlos, darles mordisquitos para recordar el sabor que me dejó su lectura. Después de largo rato, el juego llevó a mis manos Cadaqués, de Josep Pla, un libro hermoso, de lectura amena, que tengo en mucha estima, no tanto por la calidad de la edición, pues se trata de una reedición barata de bolsillo, sino por la forma en que llegó a mis manos y, sobre todo, por la honda impresión que me causó su primera lectura cuando aún era un joven y entusiasta estudiante de geografía que creía que la literatura era un camino tan bueno como cualquier otro para acercarse a la geografía.

Del afamado escritor catalán Josep Pla se han dicho muchas cosas en relación a su forma de sentir y describir el paisaje, particularmente el de su tierra natal ampurdanesa. Para algunos, Pla es simplemente un escritor paisajista al que se le daban muy bien las guías de viaje, como si ambas realidades fuesen un demérito. En cambio para otros muchos, entre los que me encuentro, Pla es un escritor elegante, irónico y dotado de una extraordinaria sensibilidad que permite que el lector viva y sienta en primera persona el paisaje, la realidad geográfica que se describe. Un paisaje, que como apuntaron los geógrafos Valeria Paül y Joan Tort, que estudiaron desde la óptica geográfica su obra, no es neutro, sino resultado de una elaboración cultural, es decir, un paisaje con atributos y contenidos específicos que pueden ser analizados en clave de identidad colectiva y memoria histórica: “son estas comarcas de características tan acusadas, mantenidas por el aislamiento, las que tienen el poder misterioso de crear los vínculos de ternura más honda entre los que han nacido en ellas y la tierra y el mar”. Eduardo Martínez de Pisón, el eminente maestro de geógrafos, decía en uno de sus escritos que en el paisaje se podía leer la historia, y que era posible una identificación no sólo espiritual sino social con él. En el libro Cadaqués, esa lectura de la historia a través del paisaje es una constante: “en la época de las viñas (antes de la filoxera), el jardín de piedras de Cadaqués debía tener un aspecto más alegre. Ahora, el olivo le ha dado un tono grave, pensativo, de una prodigiosa y secreta elegancia”.

Me dejo llevar por Pla y rememoro con nostalgia aquella luz que envolvía Cadaqués en un lejano mes de septiembre de finales de los noventa, una luz que en palabras del ampurdanés, le da a Cadaqués un punto de belleza ordinario que la hace distinta de otros lugares. Una luz que no corrige, que no deforma, consecuencia de las pizarras oscuras y del verde gris de los olivares. Cierro los ojos y veo al MediterránCadaquéseo, plateado como una balsa de mercurio, acercarse manso a las casas de la ribera, unas casas de un blanco níveo, con grandes portales y contraventanas pintados de verde o azul intenso (Pla los describe pintados de almagre y sugiere que la combinación de ese color con el verde oscuro del mar daba a las viejas casas un aire de íntima e insobornable personalidad). Elevándose sobre el caserío que se arracimaba entorno a la bahía, el cuerpo prominente, enriscado de la iglesia; más a poniente, entre la carretera de acceso y el núcleo primitivo del pueblo, la riera de Sant Vicenç, que para Pla, asemejaba un abrazo a la ladera más prestigiosa de la villa. Recuerdo con viveza el contraste cromático entre la oscuridad del solado de pizarra de las estrechas calles de la parte vieja con el blanco calcáreo de las viviendas, muchas de ellas rebosantes de flores y plantas. Estampas de una belleza tal que siempre llevo conmigo.

La lectura ha sosegado mi ánimo y el viaje con Pla (mitad por los caminos de la letra impresa mitad por los de la memoria) ha sido, como siempre, placentero e instructivo. Cierro el libro satisfecho y con la certeza de que es posible encontrar buena geografía al margen de los manuales al uso, una certeza cimentada en obras como Cadaqués y en autores como Josep Pla, que hacen de la simple observación de lo que acontece a su alrededor, “nuestra primavera no es el principio del verano, sino la crisis del invierno, un final suave y tibio”, una auténtica lección de geografía.

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Voluntad de permanencia

Callejeaba el viajero atento tan sólo al claustro de sus pensamientos cuando embocó el tramo final de la calle Capua, una vía de corto recorrido y nombre rotundo, que como una flecha incrusta el viento del norte en la tranquilidad decimonónica de la plaza de San Miguel. La tarde agonizaba ya, y los últimos rayos de sol deslizaban con rapidez sus dedos áureos por la parte culminante de los edificios, mientras los pisos más bajos se ensombrecían como preludio de la noche que ya picaba a las puertas del día. Atraído por ese juego de luces y sombras que parecían perseguirse por las fachadas como niños jugando al pilla-pilla, el viajero reparó en el viejo caserón que remataba el encuentro de las calles de Capua y Ezcurdia. Advirtiendo la mezquindad de los edificios colindantes, el viajero pensó que aquel inmueble, mitad edificio de vecindad, mitad palacete urbano, parecía un pecio emergido del mar tras una de las muchas galernas del Cantábrico; restos de un naufragio, el de la arquitectura burguesa de finales del siglo XIX, que por lo que ha leído en la guía de la arquitectura gijonesa que siempre le acompaña en sus vagabundeos por la villa de Jovellanos, fue dominante en la zona de contacto entre el ensanche del Arenal y la ciudad histórica. Reparó en el color almagre de sus fachadas, color, que junto con el verde botella y el ocre, desplazaron al tradicional encalado que lucieron las casas gijonesas durante buena parte del siglo XIX. Pensó el viajero que ese color estaba en sintonía con el carácter distinguido del edificio, y agradece que sus propietarios no sucumbieran a la tentación de maquillarlo, empleando esos colores pastel que ahora está a la moda.

Postales 1202 (martillo Capua)

AMG (75_1899)

 

 

 

 

 

Al detenerse ante la fachada que se asoma a la calle Capua, el viajero sintió la fatiga del edificio, advirtió que su pulso era débil, como el de un animal viejo y cansado, vencido ya por el paso de los años. Como el discípulo de Jesús, metió la mano en su costado y sintió el desgarro de su carne de arenisca, una y mil veces lacerada por la brisa salobre del mar, que como una batería infalible ha desarbolado miradores, balaustradas y otros elementos salientes. Al acercarse a la espectacular rotonda que vincula la dos fachadas del edificio, en la que sobresale un majestuoso atlante que parece sustentar sobre sus hombros todo el peso del mundo, el viajero entendió las palabras del escritor Rafael Chirbes cuando se refería a la arquitectura como un arte que conjugaba como ningún otro el espíritu y la materia, la utilidad y la belleza. Pensó en la audacia y el talento del arquitecto Mariano Marín MDSC_0013agallón al proyectar la parte más noble del edificio, la que se abre, como si de una habitación veneciana se tratase, al arenal de San Lorenzo. ¿Cómo explicaría el tracista su idea de crear un edificio dual, bifronte, mitad hotel particular mitad casa de vecinos?. ¿Con qué argumentos convencería al propietario, Alejandro Alvargonzález, de que su propuesta satisfaría todas las necesidades de uso cuando éste le habló de reformar la modesta vivienda primigenia que ocupaba apenas el chaflán del solar?. El viajero se entretiene pensando que, quizás, Mariano Marín le explicase que la arquitectura no sólo debía responder a la utilidad, sino que debía tener la capacidad de emocionar, de sorprender, de evocar, de transmitir la personalidad de su propietario y mostrar su condición social. Piensa el viajero que la vivienda de los Alvargonzález, edificada en 1899, debió causar una honda admiración entre los gijoneses del cambio de siglo.

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Una sensación agridulce le embarga cuando la noche opaca definitivamente el brillo cárdeno del viejo inmueble; siente pena por su imparable deterioro, (aunque entiende que su mantenimiento debe ser muy oneroso), y a la vez se alegra de su inquebrantable voluntad de permanencia, silente, orgulloso, como un centinela frente al mar de todos los días.

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Elogio de la lectura

 

¿Leemos para estar vivos o estamos vivos porque leemos?. No sabría qué decir, le respondió su interlocutor, ese otro yo con el que confrontaba sus pensamientos más íntimos. Yo no soy como tú, que crees ciegamente en el poder de las palabras, en el valor de la letra impresa. A mí, ese ejército de letras desfilando por el papel, ni me conmueve ni me encandila. Acudo a los libros por divertimento, sin esperar que me aporten nada, simplemente que me ayuden a pasar el rato. Voy a la biblioteca del salón como quien va al supermercado. Ojeo los productos, y meto en la cesta sólo aquello que me apetece, lo necesario para preparar una cena sin pretensiones. Sé que mis palabras te molestan, pero soy del parecer que las palabras por sí mismas no valen nada, son como las estrellas en el firmamento, un mero trampantojo, una añagaza para los sentidos, un recurso estético. Recuerda lo que siempre decía tu padre: no es lo mismo predicar que dar trigo. Te revuelves incómodo en el asiento. La conversación comienza a tomar un derrotero que no te gusta, sientes que el barco vira como gobernado por la mano de un patrón incapaz o negligente. No soporto tu supuesta practicidad, le replicas. No acabo de tragarme esa pose cínica; eres sólo un impostor, dices eso sólo para molestar, porque sabes que sólo la lectura puede redimirnos. No entiendo qué tiene de liberador querer vivir la vida de los otros, te responde. No se trata de pretender vivir otras vidas, sino de sacar de ellas lo que tienen de lección, aquellos argumentos que pueden arrojar luz a la oscuridad de los pensamientos. ¿Ahora me dirás que pretendes encontrar sentido a la vida a través de las páginas de los libros?, te espetó como una puñalada cruel.

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Te olvidas de tu otro yo y tratas de concentrarte en el libro que tienes entre las manos. No acaba de gustarte, pero eres incapaz de abandonarlo. Sientes que dejar un libro empezado es una suerte de traición, como un pequeño acto de desamor. Cerca de tu oído escuchas la carcajada sorda de tu otro yo, pero decides no entrar de nuevo en confrontación. Piensas en la razón que te anima a seguir leyendo una historia que, de momento, no termina de interesarte. Continúas el camino de la letra impresa con desgana, como si te pesasen los pies, hasta que en un recodo aparece un adjetivo que reclama tu atención, como quien encuentra un antiguo mojón con los que se marcaban los puntos kilométricos de los itinerarios. Unas páginas adelante, de nuevo aparece aquel hito miliario, esa palabra hermosa que aún paladeabas. De nuevo interrumpes la lectura y comienzas a pensar en el autor del libro, en si el adjetivo inserto, ese que te ha deslumbrado, sería fruto de una decisión consciente, de una acción volitiva, o simplemente un desliz, una repetición involuntaria. Quizás el autor, como el maestro orfebre, marcaba sus joyas con un sello distintivo. Sientes que la historia va acompañada de una música de fondo, como la sombra que proyectan las farolas acompaña los pasos del caminante. Esa música que ahora percibes, y que antes te pasaba inadvertida era la voz de la palabra escrita, la sutileza del lenguaje, ese ropaje que acompañaba a los personajes y hasta ahora, no terminabas de apreciar. Entiendes ahora cuál era el asidero que permitía que te aferrases al libro. Eras presa, sin percatarte, de esa sutil e invisible malla con la que el autor había envuelto su historia, una historia que trasciende de lo narrado, que te ha hecho sentir que, verdaderamente, leemos para estar vivos.

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El mar en la mirada

Al este de la ciudad de Gijón, en un territorio que, con ciertos matices,  todavía se puede considerar paisaje, en acertada expresión acuñada por el poeta Gerardo Diego, se levanta, como un viejo pecio que emerge del mar, la Universidad Laboral, hoy Laboral Ciudad de la Cultura, un conjunto edilicio que para muchos es el monumento más destacado del concejo de Gijón y una de las arquitecturas más sobresalientes de Asturias. Al contrario que otros muchos gijoneses, nunca tuve ninguna relación afectiva con aquella ciudad desproporcionada en sus dimensiones, que parecía ensimismada y propia de otro tiempo y lugar. Una ciudadela abaluartada, con ínfulas escurialenses, que miraba con desdeñosa indiferencia a la ciudad desde su privilegiado asiento en el valle de Candenal. Mis aproximaciones siempre fueron esporádicas, superficiales y marcadas por un desinterés hacia el conjunto, debido principalmente a mi propia ignorancia y a la mala fama, que como una sombra delatora, señaló a la Laboral hasta fechas relativamente recientes. Calificativos como la gran arquitectura franquista, emblema del falangismo, edificio historicista, sumados a su carácter monumental y a su concepción como ciudad cantonal, favorecieron la incomprensión hacia una obra necesitada de una nueva lectura.

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Es sabido que la Laboral nació en 1946 como un orfanato en el que acoger y dar formación técnica, moral y espiritual, a los hijos de los mineros fallecidos en accidente laboral, impulsado por la Fundación José Girón. La idea básica de la misma era perpetuar la figura del falangista ministro de Trabajo, José Girón de Velasco, a través de una obra de proporciones colosales que había de albergar una residencia escuela, con talleres industriales, granjas que habían de facilitar el autoabastecimiento, espacios deportivos y campos de cultivo. También es sabido, que por decisión del ministro, y una vez que las obras estaban en marcha (dieron comienzo en 1948 por la granja agronómica de Somió, sede actual de la UNED y del Instituto de Enseñanza Secundaria “Universidad Laboral”), el proyecto cambió de orientación transformándose en universidad laboral. La magna obra fue encargada al arquitecto Luis Moya Blanco, técnico de reconocida valía y embebido en un idealismo clasicista, que marcó no sólo los aspectos formales y estéticos del proyecto, sino su propia ejecución, y sobre el que recayó durante largo tiempo la vitola de arquitecto del régimen franquista. Con todo, Moya transformó el encargo inicial de crear un monumento al trabajo en un monumento al hombre, dando forma con ello a una ciudad ideal, acaso la única construida, como señaló el arquitecto Vicente Díez Faixat, para quien la carga ideológica del conjunto quedó relegada a elementos decorativos marginales. Para este arquitecto, la Universidad debe más al pensamiento clásico, agustino y herreriano, que a cualquier ideología política.

Paraninfo La historia reciente del edificio también es bastante conocida. Tras décadas de olvido y deterioro (hay que recordar que, si bien, la Universidad Laboral entró en uso en el curso 1955-56, al año siguiente la caída en desgracia del ministro Girón llevó a la paralización de las obras, permaneciendo el edificio inconcluso), a comienzos de la década de 2000 el Gobierno del Principado de Asturias, titular del conjunto y consciente del valor histórico, cultural y arquitectónico del mismo, decide, con buen criterio, proceder a su rehabilitación y adaptación funcional para acoger nuevos usos vinculados a la cultura, dando forma a una nueva ciudad, que ya no mira hacia sus adentros, sino que irradia luz al exterior, una luz alimentada por el fuego de la cultura. Con sus luces y sus sombras, las principales intervenciones en las que se cimentó la Laboral Ciudad de la Cultura fueron: la reforma del antiguo auditorio proyectado por Luis Moya en un moderno teatro adecuado a todo tipo de montajes y actuaciones musicales actuales, la rehabilitación de parte de los antiguos talleres para LABoral Centro de Arte y Creación Industrial, la adecuación del convento de las Clarisas en sede de la Radiotelevisión del Principado de Asturias, la rehabilitación de la torre. También se realizaron obras de adecuación para acoger dependencias universitarias, para la administración del Principado, Conservatorio Profesional de música de Gijón, entre otros.

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Ese recorrido procesional de aproximación controlada, que diría Faixat, que Moya ideó para forzar al visitante a recorrer las fachadas occidental y meridional del conjunto para llegar al acceso principal, en mi caso, duró demasiado tiempo. Con demasiado retraso aprendí a leer la Laboral, a entender el programa arquitectónico y su modulación, a dejarme seducir por una arquitectura que esconde unos espacios de asombrosa belleza, sin atender a otras consideraciones que no fueran las derivadas de lo que los propios espacios me sugerían. Espacios surgidos de las obras de rehabilitación, como el deslumbrante centro de arte proyectado por Andrés Diego Llaca (al que un desacertado tratamiento exterior privó del acabado previsto por el autor), y otros como la torre, la iglesia, el paraninfo o el patio barroco, originales del proyecto de Moya y sus colaboradores. Así descubrí que los talleres de formación profesional, con sus espectaculares cubiertas en diente de sierra y sus diáfanos espacios interiores, eran como notas musicales, armoniosas y delicadas, como los jardines de inspiración hispanoárabe de la fachada meridional, diseñados por Javier Winthuyssen y Ramón Ortiz Ferré, hoy restaurados. Advertí que el patio corintio, que te hace empequeñecer por el peso de la tradición clásica reinterpretada por Moya, precede a la gran plaza que articula todo el conjunto. Aprendí a perderme por largos corredores porticados, a husmear en patios escondidos, a deleitarme  con el encuentro de pasillos decorados con hermosos azulejos de Talavera, con escaleras de moderno diseño. A disfrutar en un laberinto mágico, en el que la silente presencia de la torre garantiza siempre la orientación. Con mucho retraso, quizás demasiado, comprendí que la Laboral es mucho más que un conjunto edificado que merece el mayor grado de protección, es una ilusión, como querer contener el mar en la mirada.

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La inocencia recuperada

Cuando era niño me gustaba subir al último rellano de la escalera del edificio en el que vivía, donde estaba el cuarto de mantenimiento del ascensor, tomar una escalera de mano que la comunidad de vecinos guardaba allí para casos de necesidad, y acceder con ella a una pequeña ventana desde la que se divisaban los tejados de los edificios cercanos. La vista que tenía desde aquella escondida atalaya me parecía fascinante: un mar de tejados rojizos dispuestos a distintas alturas como estratos de una montaña que hubiesen sido fracturados por las fuerzas internas de la tierra. Un paisaje común, hecho de retazos, fotogramas de una película en blanco y negro rotos por los casetones de los ascensores, por las incisiones de las antenas de televisión, pero que a mí me parecía muy sugerente, quizás por el hecho mismo de estar allí arriba, de poder observar lo que otros muchos no podían, sintiéndome señor de un coto vedado, de un territorio prohibido. Quizás, sin darme cuenta en aquellos momentos, comprendí que las cosas se ven de un modo distinto dependiendo del lugar desde el que las observamos. Tengo que confesar que alguna vez me sentí tentado a abrir la ventana y salir a explorar aquel mundo aéreo sobre el que planeaban, como blancas cometas al viento, algunas gaviotas extraviadas de su rutina habitual. Afortunadamente, mi afán aventurero siempre estuvo contrarrestado por una notable tendencia a la aprensión y a los miedos sobrevenidos, que me impedía emprender viajes que entrañasen cierto riesgo, y poner un pie en el tejado, no dejaba de ser una temeridad.

Dibujo_Juan (19-9-2013)

Cuando se es niño todo es distinto, todo tiene otro valor, o al menos se mide y se aprecia de otro modo. El entorno que nos rodea se ve con otros ojos. La mirada del niño es sincera, desinteresada, salada y fresca como el beso del mar en la boca. La inocencia derriba barreras que a los adultos nos parecen infranqueables, sometidos como estamos a las trabas y prejuicios que impone la memoria, los gustos o los códigos de conducta. Argumentos tan banales como la apariencia física, la conveniencia, la prudencia o el interés, no caben en la mirada de un niño. Lo malo de ir haciéndose mayor es que, sin ni siquiera darnos cuenta, nuestra mirada va perdiendo frescura y se va enturbiando, como se enturbia el agua de un charco recién formado por la lluvia cuando lo pisamos. Con la edad adulta, caminamos por la vida con los ojos cerrados, aferrados a nosotros mismos, sin prestar atención a lo que nos rodea. El paisaje cotidiano comienza a desaparecer porque simplemente está ahí y hemos dejado de observarlo con interés, de reparar en él. No se trata de un problema físico asociado al paso de los años, sino de actitud. Los adultos más que ver y sentir el paisaje que nos rodea nos dedicamos a adjetivarlo. Engreídos y soberbios, pagados por nuestra propia experiencia vital, nos negamos a escuchar lo que los lugares nos quieren contar. No hay nada más descorazonador que volver a los lugares de la infancia para advertir cómo ha cambiado nuestra percepción de los mismos, o lo que es lo mismo, cómo hemos cambiado nosotros con el paso del tiempo. Es cierto que los espacios urbanos cambian, que nada permanece inmutable (quizás solo en nuestra imaginación), y es bueno que esto suceda porque un espacio urbano fosilizado está condenado a desaparecer, pero en muchas ocasiones, lo que realmente vuelve diferentes determinados espacios es la intensidad y la claridad de nuestra mirada. Donde antes veíamos un terreno de juego ahora solo vemos un aparcamiento, el edificio en el que nos criamos, que parecía un árbol frondoso cargado de frutos, se nos antoja una colmena, vieja, huera y a punto de desmoronarse, y hasta la calle que estructura el barrio nos parece más estrecha, sinuosa y oscura, a pesar de que luce en sus aceras árboles que le dan un toque de color del que carecía. A veces quisiera recuperar la inocencia y la frescura de la mirada del niño que fui, encararme a la ventana del rellano superior de mi edificio y contemplar los tejados cercanos como si fuesen el paisaje más hermoso del mundo

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Las esquinas del tiempo

La tarde veraniega se demoraba envuelta en una cálida pesadez impropia de una ciudad norteña. Como un susurro húmedo procedente del mar, la niebla se había instalado en el oído de la ciudad desde hace unos días y contribuía a humedecer los cuerpos y a desfigurar la realidad, cuyos bordes se desvanecían como se desvanecen las sombras que enturbian nuestros sueños cuando despertamos. El paseo de Begoña era, en aquellas horas de la tarde, un río de vida que apenas se contenía en sus propios márgenes; niños jugando ruidosamente en el parque, gente que atravesaba el paseo apretando el paso como si llegasen tarde a una cita importante, turistas que se comían con la mirada el entorno mientras preparaban su cámara para sacar esa instantánea con la que dejar constancia de su paso por la ciudad, viejos sentados en los bancos más protegidos de las corrientes de aire poniéndose al día de la marcha de sus enfermedades, siempre más lastimosas y preocupantes que las de sus compañeros de asiento, niños pequeños correteando de la mano de sus orgullosos padres, jóvenes ebrios de amor que a duras penas podían contener unas bocas sedientas e insultantemente juveniles. En el tramo central del paseo, un músico callejero se afanaba en ambientar la escena, haciendo sonar una vieja gaita, sin que su esfuerzo se viese recompensado ni por la atención de los transeúntes ni por la calderilla de sus bolsillos. Tan sólo los árboles que alinean paseo, jóvenes tilos de hoja pequeña, parecían disfrutar de la voz ronca y un tanto lastimera de la gaita, dejando caer sobre los hombros del músico alguna hoja dorada por el sol, en señal de gratitud. músico callejero

Detrás los sudorosos cristales del café Dindurra, observaba aquel carrusel de vida con la curiosidad del entomólogo social y con la tranquilidad de quien se siente espectador privilegiado y no actor principal. Desde mi discreta atalaya, la realidad parecía otra. Me embargaba una extraña y placentera sensación, como si fuese el titiritero que tiene en sus manos los hilos del teatro del mundo. Todo lo que tenía ante los ojos se me aparecía como reflejado en un espejo deformante que lo volvía más sutil y hermoso. Los árboles del parque, envueltos en la delicada camisa de la calima, parecían gigantes sudorosos que levantaban los brazos al cielo, huestes de un ejército en retirada capitaneadas por la herrumbrosa figura de Francisco Carantoña, el gran guerrero del periodismo gijonés de feliz recuerdo. Entre los brazos enhiestos de los árboles, me pareció que me sonreía complacido desde su privilegiado asiento en la calle San Bernardo, el edificio que el arquitecto Juan Corominas vistió con el discreto y sensual ropaje del déco, a comienzos de los años cuarenta. Cuando lucía el resplandor de lo recién creado, muchos de los árboles que ahora lo ocultan de la vista de los paseantes, ya mostraban orgullosos sus robustos fustes, entre farolas de gusto modernista y parterres recortados con formas geométricas propios de otra época.

 Entregado a la contemplación, y aguardando a que llegase el café, reparé en una pareja de ancianos que caminaban cogidos de la mano. En realidad, más bien parecía que la mujer tiraba del hombre, que caminaba con dificultad arrastrando los pies, como si los llevase prendidos con pesados grilletes. Me impresionó la cara del anciano, que no reflejaba ningún rastro de emotividad, como la de un niño que hubiese envejecido de pronto. Su mujer, a la que miraba como a una desconocida, le trataba con una dulzura conmovedora. La mente del hombre parecía enredada en la niebla que jugaba con los árboles y con los edificios del paseo; ella era su bastón, su voz, sus ojos, su luz, su entendimiento. Sentí lástima de aquella mujer que, a pesar de los años, lucía con la coquetería de quien se supo en otro tiempo atractiva, un vestido azul marino, con zapatos y bolso a juego, y una chaqueta de punto sobre los hombros. Una mujer, que a pesar de todo, parecía feliz arrastrando por el último paseo de la vida a aquel niño de cara arrugada y mirada perdida en la niebla del tiempo.

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Quién tiene un parque tiene un tesoro.

Así deben pensar los vecinos del barrio del Llano de Arriba que abarrotan el remodelado parque de Orueta, en los contados días bonancibles que ésta esquiva primavera está dispensando a Gijón. Advirtiendo el deleite de pequeños y mayores en el disfrute del renovado espacio, uno no puede por menos que ratificar sus ideas acerca de la importancia de las zonas verdes en la ciudad, de su papel en la descongestión de la trama urbana, de su función social como espacios para la convivencia intergeneracional, y, en general, para la relación social. Los parques y los jardines son espacios para la vida; una suerte de escuela pública, naturalizada y al aire libre, en la que se aprende el respeto a la naturaleza, a las personas, y al entorno que nos rodea sin imposiciones, de un modo tan discreto e inconsciente cómo se realiza la propia respiración. Pero además, en muchas ocasiones, las zonas verdes fueron fruto de una conquista ciudadana, del clamor de unos vecinos que se ahogaban entre calles sin horizonte y sin futuro, flanqueadas por edificios mortecinos que proyectaban su tristeza sobre el viario público como acompañantes en una silente comitiva fúnebre. En estos casos, los espacios verdes públicos adquieren un carácter simbólico que los convierte en estandartes del valor y del compromiso ciudadano. No resulta extraño, por tanto, que los gijoneses, que viven con tanta pasión e intensidad todo lo que acontece en su ciudad, sientan un especial apego por los parques y jardines, ya sean los más extensos y renombrados de la villa o pequeños reductos verdes al resguardo de las corrientes de aire, como sucede con el parque de Orueta, en el que pesa más su condición de lugar de encuentro  y solaz (un espacio vivido intensamente) que su carácter natural.emplazamiento del parque de Orueta (1980)

Creado en 1986 sobre el solar que había ocupado la factoría de hierros forjados de Domingo Orueta (1892) y más recientemente las naves de la firma Norgasa, entre las calles San Nicolás, Río Muni y El Ampurdán, este pequeño parque supuso una bocanada de aire fresco para esta parte del barrio, una ventana luminosa que aportó claridad a un espacio urbano que parecía haber crecido al margen de la ciudad, encorsetado en un traje de costura burda y talle estrecho. Con un diseño sencillo, el nuevo parque se organizó a partir de una pequeña zona de recreo infantil que ocupaba el centro de la composición, sobre la que se definieron los espacios peatonales que permitían la circulación con las calles adyacentes y se dibujaron los parterres, que fueron hermoseados con flores de temporada, setos arbustivos y césped. Para preservar el interior del parque de la circulación rodada se plantaron barreras vegetales integradas principalmente por tuyas, palmeras de pequeño porte y enebros. Con el tiempo se mejoró la dignidad de este espacio con la dotación de nuevos juegos infantiles, una pista de patinaje con frente a la calle El Ampurdán y un surtidor circular a modo de fuente ornamental. En 1995 se instaló un monolito que recuerda al ingeniero Manuel Orueta, de quien toma el nombre el parque, muy vinculado al progreso económico y social de El Llano. Como es sabido, Manuel Orueta, falleció en 1926 al intentar rescatar del mar a dos empleados suyos con los que estaba de pesca, pereciendo con ellos. En su memoria solevantó un hermoso monumento escultórico, obra de Emiliano Barral, sufragado por suscripción popular entre los vecinos del barrio, hoy instalado en el parque de Isabel la Católica.

En 2009, con motivo de la creación de un aparcamiento bajo el suelo de la zona verde, se iniciaron las obras para su remodelación, si bien, éstas se dilataron en el tiempo a causa de la quiebra de la empresa constructora. Finalmente, en la primavera de 2013, las obras llegaron a término conforme al proyecto del arquitecto Julio Valle. Aunque el esquema del parque precedente se mantiene, la sensación de renovación es grande al desaparecer las cortinas vegetales que aislaban el interior del mismo de las calles aledañas, aumentando el efecto de amplitud y diafanidad del espacio. Para ocultar los elementos propios del aparcamiento subterráneo (ascensores y respiradero) se recurrió a la creación de topografías artificiales que rompen con la marcada linealidad de la plaza y animan su diseño, envolviéndolas en una suerte de bosquete de tubos metálicos que simula una plantación de bambú, especie que tapiza los lomos de estas ondulaciones artificiales. Los corredores peatonales, de pavimento continuo de hormigón pulido de varios colores, se enmarcan entre parterres en los que alternan especies tapizantes (rosales, cparque Orueta (J.Granda)otoneaster, lavanda, juníperus, bérberis, romero, etcétera), césped y cortezas de madera que aportan un sugerente contraste cromático (y contribuyen a un mantenimiento menos enojoso). La nueva ordenación vegetal se completó con el plantío de un buen número de abedules, que introducen una nota de color y alegría con sus troncos desgarbados y su característica corteza blanquecina y resquebrajadiza.

Las actuaciones en el parque se completaron con la  habilitación de una zona de estancia y juego (pero sin elementos recreativos) señalada con un pavimento de color arcilloso con frente a la calle Río Muni, la renovación completa del mobiliario (en el que destacan los bancos corridos que se acomodan a los bordes externos de las dos zonas de juegos infantiles y la zona de estancia apuntada), de los equipamientos de recreo infantil, segregados atendiendo a la edad de los usuarios, así como la instalación de una pequeña parque Orueta 2 (J Granda)pista polideportiva, que es uno de los grandes atractivos de la zona (a tenor de su apretada concurrencia), emplazada en el lugar que ocupaba la pista de patinaje. Una zona, en la que, por cierto, no estaría de más instalar una red protectora que impidiese que los balones furtivos golpeasen a los viandantes o a los vehículos que circulan por la calle de El Ampurdán. Un vial éste, que sirve de acceso al aparcamiento que se aloja en las entrañas del parque, y en el que reclama la atención los impresionantes grafitis (de 23 por 4 metros) firmados por César Frey, que visten de color la desnudez de las paredes de hormigón del subterráneo. La reforma ahora culminada y entregada para el disfrute de los vecinos, le ha devuelto la sonrisa a este rincón olvidado del barrio de El Llano, una luz renovada y conciliadora que disipó la sombra de la degradación, que como un fantasma familiar, asomaba por detrás de las cortinas.

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